Felipe Benítez Reyes

Paloma de la Cruz parte de una cosa para llegar a otra: el camino hacia el símbolo, hacia la metáfora, hacia la evidencia que sugiera y hacia la sugerencia que evidencie.

Ese es, ya digo, el camino que recorren estas piezas: lo que son por sí y lo que alcanzan a ser más allá de sí mismas.

Es la ley del trampantojo: ves lo que ves y, al mismo tiempo, estás viendo algo distinto, y ninguna imagen es falsa del todo, ni del todo verdadera, sino la conjunción –o la superposición- de un realidad y de un espejismo. Y es que en estas piezas hay una frontera diluida entre la mirada y el lenguaje: estás viendo algo que está diciéndote otro algo. Ante ellas, el ojo observa y el pensamiento glosa. (Y la imaginación, a su aire, divaga.)

Hay una corriente oculta de significación en estas esculturas cerámicas. Un mensaje subterráneo. Por debajo de la piel de los esmaltes suena un idioma.

En estas obras se nos propone una visión tangencial del erotismo desde la percepción femenina: un sistema de correlatos. Una estrategia de indicios.

Mediante referencias complejas, mediante laberintos sinuosos, Paloma de la Cruz expresa el misterio de la corporeidad, de la carne trascendida a representación. Colores y huecos, referencias y elipsis. La traslación de una materia sintiente a través de una materia inerte.

En estas obras, la artista emprende un viaje desde la percepción a la representación, y de ahí a la significación. Así, desde el objeto hasta el espectador del objeto se despliegan espirales de sentido, y ese espacio interpretativo supone la parte invisible –y diría que esencial- de esta muestra.

Con su tratamiento sorprendente –tanto en lo material como en lo expresivo- de la cerámica, Paloma de la Cruz ha ahondado en el misterio del cuerpo femenino como punto de partida para una reflexión estética que implica también una secreta reflexión ideológica.

Frente al urinario de Duchamp –cuya ocurrencia hay quien atribuye a la excéntrica Elsa von Freytag-Loringhoven-, Paloma de la Cruz, en anteriores proyectos, ha revestido bidés con piel de lencería, con entramados de encajes. El lugar del sexo sugerido. Lo presente en ausencia.

En proyectos anteriores, ha elevado claustros que simulan ligueros. Ha mostrado senos en soportes propios de trofeos de caza. Ha mostrado pezones que forman una constelación de estrellas blancas.

Paloma de la Cruz ahonda en la oquedad para crear espacios. La cueva enigmática. El vacío habitado.

Estas “pulsiones ornamentadas” –en expresión de la artista- nos conducen a un espacio que busca formular intimidades, sensaciones inefables del propio cuerpo. El cuerpo que se recoge sobre sí para interpretarse, para otorgarse un sentido.

El cuerpo cerrado que se expande en una trama de significaciones abiertas.

Las metáforas poderosas, en suma, de la carne tan valiente y fugitiva.